El relato de la transfiguración de Jesús es una revelación de Dios que nos permite captar de manera plena lo más profundo de la realidad de Jesús y nos revela su condición divina y la trascendencia de su misión: Es el mismo Dios el que acude al encuentro y rescate de la humanidad ofreciendo su vida en rescate por nuestros pecados.
Inicia el Evangelio diciendo: Seis días después. Ciertamente, es una fecha que no sólo indica un período cronológico, sino que tiene un valor teológico. Seis días son los que utilizó Dios para realizar la creación y el séptimo día descanso. Lo que ahora nos está indicando el evangelista es que la transfiguración nos indica una nueva creación.
También, con Moisés aparece esta imagen de los seis días: “Subió, pues, Moisés a la montaña; la nube cubría la montaña. La gloria del Señor descansaba sobre la montaña del Sinaí y la nube cubrió la montaña durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube.” (Ex 24, 15-16).
Seis días indica el tiempo de preparación, de purificación para entrar en la presencia de Dios con lo que nos refiere que lo que va a suceder en el Evangelio nos lleva a la intimidad con Dios.
Para este momento tan trascendental el Señor elige a Pedro, Santiago y Juan. Unos versículos anteriores el evangelista nos ha narrado la autoridad y potestad que el Señor ha conferido a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. De hecho, podemos intentar descubrir un sentido más espiritual en la elección de estos tres apóstoles, pues cada uno de ellos representa o ejerce el llamado triple munus por medio del cual Cristo ejerce su misión salvadora.
Pedro es el Pastor y ejerce la función de gobernar, de regir a la Iglesia, es el munus regendi. Juan es el teólogo, es el orante por excelencia, el que permanece fiel junto a la cruz y a la Virgen María, Juan ejerce el munus santificandi. Santiago es el apóstol. el que marcha hasta los confines del mundo para compartir y anunciar la Buena Noticia del Evangelio, es el apóstol que orienta y dirige a los hombres hacia Dios. Santiago ejerce el munus docendi, la misión de enseñar.
Y, con los tres apóstoles, se marcha a un monte alto. El Señor los conduce y los sube hacia el Monte Tabor.Subir la montaña, para la Biblia, tiene un carácter de ascenso hacia el encuentro con Dios, hacia el cielo. El Señor está conduciendo a los apóstoles hacia el cielo.
Jesús acude muchas veces al monte para encontrarse con el Padre, para conocer su voluntad, para rezar. Basta recordar, como ejemplos, la elección de los apóstoles: Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. (Mc 3, 13); Las Bienaventuranzas tiene lugar en el monte (Mt 5, 1ss); El milagro de la multiplicación de los panes se menciona que Cristo estaba en el monte sentado (Mt, 15,29) y, por último, la oración de Jesús en el Monte de los Olivos.
Una advertencia, que conviene hacer notar, Jesús en las tentaciones es llevado a un monte alto donde el diablo le muestra todos los reinos de la tierra y le dice al Señor que se los dará si se postra y lo adora.
Si el monte es el lugar de Dios, lo que está haciendo el diablo es una completa mentira, primero porque está ocupando el lugar que le pertenece a Dios, así engañó a nuestros primeros padres: “seréis como dioses” y, por tanto, la promesa que realiza está vacía, que es la segunda mentira, porque el poder pertenece a Dios.
Volviendo a nuestro evangelio, se indica que aparecen Moisés y Elías. Ambos tuvieron un encuentro con Dios en el monte. “Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, la montaña de Dios”. (Ex 3, 1) Dijo Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Ex 3, 5).
Con lo cual, ya se nos indica que el monte es lugar de la presencia de Dios y, por tanto, es de carácter sagrado. De hecho, después de la misión que Dios le confía a Moisés, le indica que al cumplir su misión regrese: “cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta montaña”. (Ex 3, 12). Luego, también, descubrimos que el monte es el lugar de dar culto a Dios.
En cuanto al profeta Elías, nos narra el libro de los Reyes, como ante la persecución que sufrió se fue al encuentro de Dios: “Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. (1Re 19, 8). Y allí, en el monte de Dios se hizo presente el Señor por medio de la brisa.
Quizás, en este momento, convenga escuchar la pregunta que nos hace el salmista: ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en tu presencia? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso, ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. (Sal 24).
Jesús conduce a los apóstoles, por tanto, a un lugar sagrado, a un lugar de encuentro con Dios, a un lugar de Alianza y de fidelidad, a un lugar que exige una respuesta personal ante la propuesta de Dios. Subir con el Señor, requiere una disposición interna, San Juan de la Cruz, usa esta imagen de subir al Monte como la unión del alma con Dios.
La primera estrofa del poema Subida al Monte Carmelo nos ayuda a ponernos en la disposición de ánimo de quien deja atrás todo y, de puntillas, para no ser retenido, cuando es aún noche profunda, sale de casa para seguir la llamada del Amado:
“En una noche oscura,
Con ansías, en amores inflamada,
¡Oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada”
A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía
Y es allí, con el corazón encendido por el amor de Dios, donde el Señor se transfigura delante de los apóstoles. “Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.”
Santa Teresita de Lisieux explicaba esta situación de contemplar a Jesús cara a cara que es como sentirse como un pajarillo que contempla la luz del Sol, sin que su luz lo lastime.
Nadie, hasta ese momento, había contemplado a Dios cara a cara. Recordemos a Moisés: “Entonces, Moisés exclamó: «Muéstrame tu gloria». Y Dios le respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor, pues yo me compadezco de quien quiero y concedo mi favor a quien quiero». Y añadió: «Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida». Luego dijo el Señor: «Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás».(Ex 33, 19-23).
Sin embargo, aunque no ha visto a Dios cara a cara, los efectos en su vida si que reflejan el encuentro con Dios: “Cuando Moisés bajó de la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor. (Ex 34, 29).
Tampoco Elías, pudo ver el rostro de Dios “Después del fuego el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva. (1Re 19, 12-13).”
Lo que han experimentado los apóstoles es lo que el libro del Apocalipsis nos recuerda para todos al hablar de la ciudad santa, la nueva Jerusalén: “Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto. Y verán su rostro, y su nombre está sobre sus frentes. Y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.” (Ap 22, 3-5).
Por eso, San Francisco de Asís, recomendará a quienes se han encontrado con Cristo: “Gran miseria sería y deplorable mezquindad si, teniéndolo a Él presente, os ocuparais de cualquier otra cosa que haya en el mundo entero.”
No da muchos detalles el Evangelio de cómo estarían los apóstoles, pero si que es seguro que estarían en una actitud de adoración y de oración mirando al Señor y dejándose mirar por Él.
Es la misma actitud que nos cuenta el santo cura de Ars, que veía muchas veces en su Iglesia a un campesino, que se llevaba unos días consigo sus herramientas, su pala. Advirtió el cura de Ars, que ese hombre nunca utilizaba ni libros de rezos, ni rosario, y que se contentaba con mirar, frente a sí, el tabernáculo. Un buen día le preguntó el cura de Ars: Mi querido amigo, dígame, ¿Qué oración reza usted cuando está en la Iglesia? A lo que el campesino respondió: ¡Oh, Señor cura! «son muchas las veces que no puedo rezar. Entonces miro a Jesús, y él me mira».
Y en ese estado de contemplación, de oración, de adoración aparecen Moisés y Elías. Moisés representa la Alianza por medio de los mandamientos para alcanzar la Tierra Prometida.
Elías, quien surge como ‘padre de los profetas’ le es entregada la misión de recuperar la fidelidad del pueblo a esa Alianza. Ambos, muestran con su presencia dos aspectos: Por un lado, que en la persona de Jesús se cumple todo lo que se había pactado en la Alianza: Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios y todas las promesas realizadas por los profetas que alcanzan su plenitud en Cristo, tal y cómo nos recuerda el profeta Isaías: “El mismo Señor os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel (Is 7, 14).”
La admiración y el asombro ante el Misterio de la Transfiguración lleva a Pedro a querer quedarse allí: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.”Y es que, los tres apóstoles estaban contemplando la realidad del cielo y sabiendo que “El Cielo es el Centro del Amor. Que es el lugar donde siempre se ama”., pues quien quiere marcharse de allí.
La transfiguración de Jesús fue un misterio de felicidad divina. Todo el torrente de alegría que fluye entre el Padre y el Hijo, que es el mismo Espíritu Santo, se desbordó en la humanidad de Cristo, y los apóstoles eran partícipes de este gran don.
Además, en este misterio de la Transfiguración, permite ayudar a contemplar la belleza de la nueva creación. Bello es lo tocado por la presencia de Dios. Al final de la semana creadora de Dios vio que todo era hermoso. Hoy en el Tabor, el Señor ha renovado y transformado la imagen de la belleza terrestre en la de la belleza celestial.
De este modo, evitaremos el amargo lamento expresado por San Agustín, cuando intentaba buscar la belleza en las cosas materiales:
“¡Tarde te ame, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te ame! Tú estabas dentro de mí, y yo estaba fuera, y te buscaba aquí, lanzándome, deforme sobre estas formas de belleza que son criaturas tuyas”
Y es precisamente esto lo que Pedro deseaba: quedarse en el monte con el Señor. A este respecto, San Agustín, comenta: que Pedro había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan para el espíritu. ¿Para qué salir de allí hacia las fatigas y los dolores, si poseía amores santos cuyo objeto era Dios y, por tanto, buenas costumbres?
Y ya que no es posible estar siempre con el Señor en el Tabor si es posible llevarlo con nosotros. Santa Catalina de Siena por inspiración del Espíritu Santo fabricó en su alma una celda secreta de la que se impuso no salir nunca.
Y estando en este ambiente de amor aparece la presencia de Dios Padre. La nube simboliza la protección de la presencia divina (Ex. 24,15-18; Sal. 97,2). La presencia de Dios nos acoge bajo su sombra, nos envuelve, nos protege, hasta el punto de que se puede entrar en la presencia de Dios, en el santa sanctorum.
Esta presencia de la nube indica el signo visible de la presencia del Espíritu Santo. La contemplación del misterio de Jesús no es posible si no es bajo la acción del Espíritu Santo (2Co 3, 18).
Envueltos en la presencia de Dios escuchamos una voz: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadle”. Son las mismas palabras que se pronunciaron en el Bautismo de Jesús. Es la confesión de fe y el testimonio del mismo Dios acreditando a Jesús como Hijo suyo.
Dos detalles conviene contemplar a las palabras del Padre: “Este es mi Hijo amado”. Jesús es el Hijo, el Único Hijo de Dios. El primogénito de todas las criaturas. El que por su medio se hizo todo cuanto existe, el que esta sentado en el trono de Dios, el que puede abrir los siete sellos, en definitiva, que el Hijo es Dios y que ese Hijo es Jesús verdadero Dios y a su vez, verdadero hombre.
Y es lo que San Pablo expresa: “Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; 7después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; 8por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. (1Co 15, 3-8).
El segundo detalle es el mandato de escuchar a Jesús. Escuchar a Jesús es escuchar al mismo Dios. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.” (Jn 1, 14). Y es que en la persona de Jesús se contiene toda la revelación que Dios Padre ha querido comunicar y compartir con nosotros.
Por eso, San Pablo, dirigiéndose a Timoteo le indica: “Toma parte en los duros trabajos del Evangelio.” (2 Tm 1, 8). No es fácil escucharlo, pero más difícil es aplicarlo en nuestra vida, aunque contamos con la asistencia del Espíritu Santo no lo olvidéis.
Los apóstoles han vivido una experiencia única e irrepetible que provoca el temor y el temblor ante la presencia del Misterio de Dios y se postran rostro en tierra porque están experimentando su indignidad de estar en la presencia de Dios. Nadie, ni el más perfecto de los seres humanos es digno de estar en la presencia de Dios.
Por eso el Señor realiza un gesto de misericordia tocándoles con su mano. Dios se hace tan cercano, tan accesible que oculta su divinidad para que podamos acercarnos a Él, como lo hace en la Eucaristía. Por eso, les dice a los apóstoles: Levantaos. No tengáis miedo.
Es el miedo de reconocer nuestra fragilidad, nuestras miserias, nuestra mortalidad, ante la presencia de Dios. ojalá que mantengamos un cierto Temor de Dios, para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos.
Los apóstoles han visto un retazo de lo que es la gloria de Dios. Ahora pueden entender mejor qué es la resurrección, y toca ahora, bajar del monte y vivir la realidad del mundo. Es necesario ir al mundo, pero sin mundanizarse. Es lo que la Carta a Diogneto llama el admirable y paradójico modo de vivir de los cristianos, por cuanto viven como todos y al mismo tiempo se diferencian de todos